El novísimo nuevo orden mundial


Phyllis Benis

Miembro del Instituto de Estudios Políticos de Washington D.C.
y del Transnational Institute de Amsterdam

Traducción: Berna Wang

La mañana del 11 de septiembre, “todo cambió, cambió completamente”. Lo que nació no fue la “terrible belleza” de la que hablaba William Butler Yeats (poeta irlandés, 1865-1939), sino un horror incomprensible. En cuestión de minutos, después horas y días, todo ha cambiado completamente. Aún no conocemos el coste humano de la tragedia, y no sabemos cuántos de los más de 5.000 desaparecidos, seguramente muertos, serán identificados. Quizás es demasiado pronto para extraer todas las enseñanzas, pero no lo es, incluso en el epicentro de esta angustia, para empezar a hacerse preguntas. Por qué los seres humanos han podido contemplar, no digamos realizar, un acto como éste. Por qué aquí, en EEUU, nunca nos habíamos imaginado o creído que nos encontraríamos cara a cara con lo que Robert Fisk, en The Independent, llamaba “la perversidad y formidable crueldad de un pueblo aplastado y humillado”.

El espejismo de la impunidad estadounidense para el “nuevo orden mundial” de George Bush padre se hizo añicos cuando las Torres implosionaron. La primera respuesta oficial de Washington fueron los llamamientos a la guerra, antes incluso que los gritos humanos. Casi una semana después del atentado, Washington sigue en estado de sitio: la mayor parte de los aeropuertos están cerrados, los F-16 patrullan los cielos y los helicópteros militares recorren una y otra vez nuestros barrios. Nuestra oficina (situada cerca de la esquina de la Casa Blanca y dentro del nuevo “perímetro de seguridad”) fue evacuada. Sentados en la puerta, vivimos la experiencia surrealista de analizar la resolución sobre poderes de guerra sometida a votación en el Congreso (aprobada posteriormente con una espeluznante carta blanca para el presidente) en defensa de la solitaria y valiente congresista que votó en contra. Mientras hacíamos una crítica exhaustiva de la resolución, pasaban ruidosamente furgonetas repletas de agentes del servicio secreto y autobuses cargados de soldados vestidos con uniforme de campaña por la calle cortada frente a nuestro inmueble, dirigiéndose a la entrada de vehículos situada entre la Casa Blanca y el edificio del Tesoro.

La respuesta estadounidense

George Bush podría llegar a lamentar su llamamiento inmediato a una reacción militar ante este espeluznante crimen. Si nos fijamos en la historia, las respuestas de EEUU a atentados terroristas tienen dos cosas en común: una, todas matan, hieren o llevan a una desesperación aún mayor a cierto número de personas inocentes ya empobrecidas; y dos, no sirven para poner fin al terrorismo. En 1986 Ronald Reagan bombardeó Trípoli y Bengasi para castigar al dirigente libio Muamar al Gadafi por el atentado de que fue objeto una discoteca, en Alemania, en el que murieron dos soldados estadounidenses. Gadafi sobrevivió, pero perdieron la vida varias decenas de civiles libios, entre ellos su hija de 3 años. Apenas un par de años después, se produjo el desastre de Lockerbie (explosión de un avión de Pan Am, en 1989 en la ciudad escocesa de Lockerbie, de cuyo acto se acusó a dos libios). En 1999, en respuesta a los atentados cometidos contra las Embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, los bombarderos de EEUU atacaron los campos de entrenamiento de Bin Laden en Afganistán y una fábrica de productos farmacéuticos de Sudán, presuntamente vinculada al saudí. Pero la fábrica no tenía ninguna relación con Bin Laden (su propietario interpuso una demanda judicial contra EEUU que está pendiente de resolución). Por el contrario, era el único proveedor de vacunas, de vital importancia para los niños que crecen en la profunda escasez del África central. Independientemente de quién o lo qué quedara destruido en esos primitivos campamentos ocultos en las profundidades de las montañas afganas, esta ofensiva no sirvió para prevenir los atentados del martes.

El ataque contra el World Trade Center fue un crimen; un crimen de inconcebible magnitud, pero crimen al fin y al cabo. Si EEUU quiere seguir siendo un país regido por las leyes, incluso quienes actúan fuera de la ley, como los terroristas del 11 de septiembre, deben comparecer ante la justicia internacional, y no convertirse en objetivos “vivos o muertos” de cazadores de recompensas que vuelan en F-16.

Por qué

Juergen Storbeck, director de Europol (los servicios policiales de la Unión Europea) advirtió el 15 de septiembre que “Bin Laden no es automáticamente el líder de todo acto terrorista que se cometa en nombre del islam”, y que hacía falta una investigación de gran alcance para no exigir responsabilidades a las personas equivocadas. Pero parece que hay pocas dudas de que parte de los componentes que motivaron los atentados fueron cierta versión del islamismo fundamentalista, y cierta conexión con la política en Oriente Medio. De ser así, no son ningún secreto las políticas que dieron origen al antagonismo árabe, musulmán y regional hacia EEUU.

El rencor no está dirigido a EEUU, ni a los estadounidenses en general. Contrariamente a lo que afirman el Gobierno de Bush y los expertos de los medios de comunicación, no es la democracia lo que odian, ni siquiera el poder estadounidense en sí mismo. La causa del resentimiento es el apoyo de EEUU a regímenes no democráticos de la región. Es la forma en que se utiliza el poder de EEUU en Oriente Medio lo que ha suscitado esta enemistad. Eso incluye el ciego apoyo político, diplomático y económico (alrededor de 4.000 millones de dólares anuales) a Israel y a su ocupación de tierras palestinas. Incluye el suministro de aviones F-16 y de helicópteros de combate que se han utilizado contra campos de refugiados, los asentamientos de colonos, los derribos de viviendas, el asesinato de activistas y dirigentes palestinos, los controles de carretera, los toques de queda, los cierres, todo ello protegido de la censura internacional por la diplomacia estadounidense. Incluye las armas y el respaldo que da Washington a las semidictaduras represivas y a las monarquías absolutistas de la región, haciendo caso omiso del compromiso declarado con la “democratización” que caracteriza las justificaciones políticas de EEUU en otros lugares del mundo. Incluye el apoyo estadounidense a once años de estrangulamiento económico de Irak, por medio de sanciones que ya son genocidas debido a sus consecuencias acumulativas. E incluye el estacionamiento (que, al parecer, ya es permanente) de tropas estadounidenses en toda la región, especialmente las que ocupan territorios de Arabia Saudí.

Pero más que cualquier política aislada, y que incluso un conjunto de ellas, la mayor causa de antagonismo es la arrogancia con que se ejerce el incuestionable poder estadounidense: rechazando el derecho internacional, haciendo caso omiso de los requisitos de la ONU, abandonando los tratados que cuentan con el respaldo internacional. EEUU, al mismo tiempo que exige que los demás países respeten estrictamente las resoluciones de la ONU y el derecho internacional, que impone sanciones o amenaza con imponerlas, y que incluso recurre al ataque militar en respuesta a las vulneraciones, sólo rinde cuentas ante una “ley del imperio” distinta aplicable únicamente a EEUU.

¿Cómo sería una “guerra contra Bin Laden”? El líder del grupo terrorista Al Qaeda —La Base— podría incluso haber huido de Afganistán; sus seguidores son de las poquísimas personas de ese país que tienen recursos para huir. Es probable que no se consiga nada con bombardear Afganistán. Los ataques con misiles contra las chozas de barro y las cuevas que integran los campamentos de entrenamiento de Bin Laden en las escarpadas montañas del país ya han resultado infructuosos anteriormente. Kabul ya tiene su infraestructura destruida y una economía que apenas funciona. El único objetivo serán los cinco millones de afganos que mueren de hambre en la capital. La mera amenaza de los ataques estadounidenses ya ha desencadenado el sufrimiento. Afganistán está asolado por tres años de sequía y, según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, a final de año habrá 5,5 millones de personas —una cuarta parte de la población— que dependerán totalmente de la ayuda alimentaria para sobrevivir al invierno. Prácticamente la única comida procedía de los programas de ayuda internacional cuyos trabajadores fueron inmediatamente retirados del país ante la posibilidad de que EEUU lo bombardeara.

Aunque posible, sigue siendo improbable que los dirigentes talibanes decidan entregar al fugitivo multimillonario saudí para que sea juzgado en un tercer país. Con el asesinato del comandante Ahmed Shah Masud (jefe militar que luchó contra los talibanes), las fuerzas de oposición a los talibanes siguen estando gravemente debilitadas y estos son más fuertes que nunca. Los recientes llamamientos a Washington para que suministrase armas y apoyo a la Alianza del Norte de la oposición, recuerdan la actuación de EEUU entre 1979 y 1989, cuando armó, entrenó y apoyó a las milicias afganas antisoviéticas de las que finalmente surgieron los talibanes y Osama Bin Laden.

En otros países de Oriente Medio, los palestinos serán quienes, probablemente, pagarán el precio más alto. La ya estable alianza de EEUU e Israel se ha consolidado aún más, pues tanto las autoridades israelíes como los políticos estadounidenses abrazan su “unidad” como víctimas del terror. Israel ha manifestado con claridad su intención de aprovechar al máximo los ataques terroristas contra EEUU. Transcurridos apenas tres días tras los atentados de Nueva York y Washington, el ministro de Defensa israelí, Benjamin Ben Eliezer, se regocijaba: “Hemos matado a 14 palestinos en Jenin, Kabatyeh y Tammun, y el mundo ha guardado silencio absoluto”.

En esta ocasión, el estrechamiento de la alianza entre EEUU e Israel parece lo bastante fuerte pues, a diferencia de lo ocurrido durante la movilización contra Irak lanzada por George Bush padre en 1990 y 1991, Israel no estará dispuesto a asumir un papel de espectador en la coalición encabezada por EEUU. Tel Aviv ha exigido que Siria y la autoridad Palestina sean excluidos del componente árabe de la alianza que se está creando como condición para la participación israelí. El primer ministro Ariel Sharon declaró: “No pagaremos el precio para establecer esta coalición”. La escalada de Israel incluye la reocupación, con los tanques a la cabeza, de ciudades aparentemente bajo pleno control palestino y la creación de una zona militar en Cisjordania de la que están excluidos los palestinos. Pero los esfuerzos en la ONU para proporcionar protección internacional a los palestinos que sufren estos ataques han sido infructuosos.

Ningún analista serio ha indicado que Bagdad haya tenido una participación importante en los atentados del 11 de septiembre, aunque Irak sigue estando cerca de los primeros puestos de la lista de posibles objetivos. El comentarista de derechas William F. Buckley calificó a Irak de “escenario” para la “confrontación decisiva” que exige la guerra contra el terrorismo. Se ha reducido de forma significativa la posibilidad de que los miembros de la ONU respondan, por fin este año, a la exigencia de la opinión pública mundial de poner fin a la matanza de inocentes consecuencia de las sanciones económicas. Para los políticos estadounidenses, para quienes la presencia de Sadam Husein en un palacio presidencial en Bagdad representa una vergüenza política intolerable, la movilización en toda la región les proporcionará cobertura política para reanudar los ataques, ya sea encubiertos o abiertos, contra el régimen iraquí. ¿Qué podría ser más adecuado para la guerra del hijo que acabar lo que dejó pendiente su padre?

Respuesta internacional

Es probable que de esta crisis surjan otros regímenes árabes más dependientes que nunca del respaldo económico y político de Washington. La creciente oposición islamista y nacionalista a estas alianzas hará que su legitimidad interna sea menor y que, en última instancia, tengan una mayor inestabilidad.

Pakistán se prepara para volver a su alianza dependiente de la guerra fría con EEUU; siempre que el general Musharraf, que tomó el poder en un golpe de Estado militar hace dos años, pueda mantener bajo control un ejército dividido y una opinión pública indignada. Es probable que la cooperación anunciada continúe, basándose en la cobertura internacional facilitada por la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU para legitimizar una iniciativa impopular. Pero sigue sin estar claro si Islamabad tendrá una participación militar directa que vaya más allá de permitir el paso de los aviones de guerra estadounidenses.

Así pues, ¿cuáles son las ramificaciones internacionales generales de la nueva cruzada de Bush hijo? A primera vista, los votos unánimes del Consejo de Seguridad de la ONU y del Consejo de la OTAN parecen indicar un abrumador alistamiento internacional a la guerra de Washington. Pero visto más de cerca, las grietas ya son patentes. En el Consejo de Seguridad es mucho más probable que el ferviente voto “alzaos por EEUU” fuera más una expresión de la solidaridad humana de los delegados hacia las víctimas de la agresión, ocurrida a sólo unos kilómetros al sur de la sede de las Naciones Unidas, que un respaldo ciego a la respuesta militar estadounidense. La unanimidad refleja la realidad de que los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono representaron, al menos en parte, una agresión contra el sistema de Estado-nación en su conjunto, motivo por el que apoyaron la resolución países que normalmente se muestran menos preocupados por un ataque contra el poder militar y económico de EEUU, como China. La resolución utiliza el lenguaje que exige la Carta de la ONU como requisito previo a una decisión del Consejo de respaldar la fuerza militar: que los atentados representan “una amenaza para la paz y la seguridad internacionales”. Pero, para ser precisos, y pese a que algunas autoridades estadounidenses puedan afirmar lo contrario, no respalda el uso de la fuerza ni lo pide, especialmente si es unilateral. Por el contrario, el Consejo se limita a expresar que “está dispuesto” a responder al terrorismo y a combatirlo “con arreglo a las funciones que le incumben en virtud de la Carta de las Naciones Unidas”. Y, lo que es crucial, “decide seguir ocupándose de la cuestión”, lo que, en la jerga diplomática de la ONU, significa que la decisión sigue estando en manos del propio Consejo, y no de ninguna nación determinada. Washington tendrá que poner mucha atención para no confundir, ya sea deliberadamente o no, la unanimidad de un apoyo basado en la condolencia con las víctimas, con la aquiescencia unánime a su emergente guerra de “nosotros contra ellos”, si no quiere correr el riesgo de vulnerar, una vez más, el derecho internacional y la Carta de la ONU.

De forma similar, la decisión de la OTAN de que los ataques contra EEUU representaban un ataque contra todos los Estados Miembros, conforme al artículo 5 de la Carta de la Alianza Atlántica, no es aún un acuerdo de participación plena de la OTAN. Ya en los días siguientes a la votación, algunos países importantes de la OTAN comenzaron a dar marcha atrás. De los países clave de la Alianza, sólo el ministro de Defensa italiano anunció la disposición de Roma de desplegar tropas y aviones en una movilización encabezada por EEUU. Francia se cubrió las espaldas y declaró que no tomaría parte a menos que tuviera desde el principio un papel central en la planificación, lo que probablemente ya es imposible. Incluso el Reino Unido, normalmente tan fiel a Washington, pidió una deliberación seria antes de lanzar las represalias, y reafirmó que la votación de la OTAN no constituía un cheque en blanco. No es probable que Alemania, que afronta una firme oposición nacional al despliegue de tropas fuera de sus fronteras, se incline a la participación directa. La Unión Europea se reunirá en una cumbre especial el 21 de septiembre, y la cuestión clave será si Europa está dispuesta a intentar frenar las intenciones militares más agresivas de Washington.

Parece que los objetivos de EEUU son crear una gigantesca coalición internacional, no sólo para respaldar los ataques militares y los bombardeos del Pentágono, sino declaraciones más generales de apoyo político, el aumento de la coordinación entre EEUU y los servicios de información internacionales, y un acceso ilimitado y sin precedentes al espacio aéreo, las bases, el apoyo logístico y más recursos de determinados países.

No cabe duda de que varios países se enrolarán rápidamente, con la esperanza de reforzar sus lazos con EEUU y situarse en el orden de la posguerra antiterrorista. Así, la India se ha subido al carro de Washington ofreciendo sus bases, y más especialmente si la contribución de Pakistán es limitada. En el criterio de Pakistán influyen no sólo las posibles consecuencias (incluido el ataque militar) que tendría negarse a las peticiones de EEUU, sino el levantamiento de las sanciones nucleares y la esperanza de que aumente la ayuda y quizá incluso apoye a su guerrilla en Cachemira. Varios países, entre ellos China, Rusia, Indonesia y quizás alguno más, están siguiendo el ejemplo de Israel, y vinculan su adhesión a la guerra antiterrorista de Washington a la aquiescencia de EEUU a sus propias ofensivas contra rebeldes de sabor islamista.

Casi un sueño

Pero pese a las primeras expresiones de apoyo, esta coalición podría ser más difícil de lo que parece. Si EEUU se niega a retroceder de su autoproclamado y deliberado abismo de guerra contra un enemigo invisible aunque omnipresente, la guerra que vendrá tendrá desafíos mucho más graves que los que nunca soñó Bush padre. Para evitarlo, EEUU debería redefinir estos terribles ataques como crímenes, y no como el comienzo de una guerra. Washington debe dar marcha atrás a su actitud intimidatoria y a sus amenazas de emplear la fuerza contra Afganistán, Pakistán, e indirectamente, contra casi todos los países de Oriente Medio, y tratar, por el contrario, de recrear un nuevo tipo de internacionalismo cooperativo basado en las resoluciones de la ONU, el derecho internacional y el compromiso de luchar por la justicia, y no por la venganza. Se podría comenzar revocando su oposición a la Corte Penal Internacional, y reconociendo su valor precisamente para este tipo de horror internacional. EEUU podría incluso tomar la iniciativa de reforzar, en lugar de debilitar, la Corte, ahora que va a tener existencia formal, lo que incluye respaldar la creación de un organismo policial independiente y que rinda cuentas a nivel internacional, que tenga como función hacer respetar la jurisdicción de la Corte. La cooperación con Pakistán, Afganistán, etc., permitiría un grado de labor policial de colaboración que seguirá siendo imposible mientras la diplomacia estadounidense se defina mediante la intimidación y las amenazas de bombardeos.

Y entonces, y sólo entonces, quizá no sea demasiado esperar que EEUU comience a examinar sus políticas en Oriente Medio y más allá. Políticas que en sí mismas han creado un océano de pobreza, pérdida de poder y desesperación. El océano en el que unos pececillos de ira y rencor pueden crecer durante generaciones, y hacerse de pronto más grandes y poderosos que lo que nadie ha imaginado jamás.

Editado por el Centro de Investigación para la Paz (CIP), de la Fundación Hogar del Empleado (FUHEM) Director: Mariano Aguirre. cip@fuhem.es

Las opiniones de los artículos no reflejan necesariamente las del Centro de Investigación para la Paz (CIP), y son responsabilidad de los autores.

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